poema en el año nuevo
Una vez, afuera en el agua en el claro crepúsculo decimonónico,
pediste al tiempo que frenara su vuelo. Si los deseos pudieran traer más que sollozos,
ese sería mi deseo para ti, mi amor, mi ángel. Pero otros
principios prevalecen en este sombrío paraíso, ¿no es cierto? Si eso es lo que es.
Luego el viento amainó por decisión propia.
Salimos, y vimos que realmente había sucedido.
La estación se quedó inmóvil, alerta. Cuán quieta la gota en el
abrojo, no lo sé. Vengo totalmente empaquetado y
sereno, pero pierdo cosas constantemente.
Me pregunto sobre Australia. ¿Hay algo sobre Canadá?
¿Las palomas aletean? ¿Acaso hay una extrañeza allí para completar
la que llevo dentro? ¿O debo reaprender mi sistema de archivo?
¿Podemos confiar en que otros nos acusen si solo nos
ven en la hora pico de la tarde
y nunca se detienen a pensar? Oh, yo sabía tanto sobre ti,
mi ave canora, alguna vez. Ahora, solo para las totoras inmoladas
en el pantano congelado tengo tiempo.
Los días están tan polarizados. Pero el tiempo mismo está descentrado.
Al menos, así lo siento yo.
Lo conozco tan bien como las calles en el mapa de mi ciudad
industrial imaginada. Pero tiene su propia manera de escurrirse.
Nunca hubo plenitud que fuera a ser:
hiciste cola para distintas cosas, y la manchada luz era impenitente.
“Puntiaguda” fue el adjetivo que se me ocurrió,
aunque a pesar de todos sus niveles elevados o bajos me acerco a este canal.
Su hora era la justa en el invierno. Había humo de pipa en los
cafés, y afuera la gran ave cenicienta
fluía de vidrieras rotuladas y esperaba
un poco más allá. Otra oportunidad. Nunca se convirtió en gesto.