Augusto Lunel, por Lasse Söderberg
Siempre estaba hambriento, me decía. Era palpable la doble connotación
del hambre en aquel cuerpo enjuto de mirada ardiente. Un peruano en
destierro, como lo fue Vallejo antes de él. Un indio despojado de su
cordillera, un poeta errante. ¿Cómo podía sobrevivir en París? Era uno
de los enigmas que lo rodeaban. ¿Alimentándose sólo de metáforas?
La respuesta a ese enigma era: las mujeres. En los cafés de Montparnasse
se rumoreaba, no sin envidia, que Augusto Lunel convivía con dos
mujeres que lo sostenían. No se trataba de ninguna aventura frívola sino
de un triángulo amoroso que, según se supo más tarde, duró hasta el
final de su vida. Recuerdo que una de ellas se llamaba como la esposa
del compositor Robert Schumann, Clara Wieck. La otra, menos
románticamente, tenía nombre de midinette, Odette o Yvonne.
Estábamos al comienzo de los años sesenta. Un tema de conversación
recurrente entre Lunel y yo era Vallejo. Me contó que había buscado a
Georgette, la viuda, y se había decepcionado al percibir que parecía
interesarse por la obra de su esposo básicamente como fuente de
ingresos. El, por su parte, desdeñaba el dinero. Mario Vargas Llosa se
ha referido en diferentes ocasiones al manifiesto que Lunel lanzó en
aquellos años cuya frase inicial indicaba ya lo grandioso del programa:
«Abajo todas las leyes empezando por la Ley de gravedad». Yo nunca vi
ese manifiesto que el mismo Vargas Llosa sitúa en cierta tradición
latinoamericana: la del rechazo de la realidad en nombre de lo
imaginado. En otro momento también cuenta que Lunel terminó como
guardaespaldas del presidente de la República, a la sazón el general
Charles de Gaulle. Aquello suena inverosímil, pero a la vez revelador,
por lo menos como ejemplo vivo del realismo mágico. Es fácil
imaginarlos: el talludo general con los brazos en alto, su enigmático Je vous ai compris,
exclamado ante los coroneles subordinados de Argel, y este indiecito
detrás, equipado según las reglas, con walkie-talkie y todo. Tengo que
confesar que me gusta la imagen pero seguramente es falsa.
Los cafés de Montparnasse eran entonces frecuentados por muchos
latinoamericanos, principalmente artistas plásticos: el argentino Seguí,
el venezolano Vigas, el cubano Cárdenas y otros. Así como algunos,
Lunel entre ellos, dedicados a la literatura, desde Julio Cortázar hasta
un personaje peculiar de nombre Fedor Gans, antiguo combatiente de la
guerra española exilado luego en Brasil. Estaba en ciernes lo que más
adelante se denominó el boom, que en buena parte tuvo sus inicios en
París, e involucró a los poetas sólo indirectamente, y menos aún a
Lunel, por una sola razón: apenas publicaba.
Antes de llegar a París había vivido un tiempo en México, donde solía
reunirse con Octavio Paz, Ramón Xirau y otros amigos en un café llamado
Kikos. Durante su estancia en México publicó en la editorial Los presentes su único poemario, Los puentes
(1955), con ilustraciones de Leonora Carrington. Veintiocho piezas por
lo general cortas, situadas en la tradición surrealista, con imágenes
que oscilan entre fantasías de muerte y connotaciones eróticas. De un
lado: «Acostumbraba a morirme/ atravesado el corazón por un pez vivo, me
devoraron insectos caídos de las estrellas». Y del otro: «Mi amada es
la ciudad/ donde por todas las calles se llega a la luna,/ hermosos
tigres se asoman a las ventanas». En el mismo poema parece predecir su
posterior relación doble: «Mi amada es un día de dos soles» (Nota de edición:
Los puentes como se sabe no fue el único poemario de Lunel: Espejos
paralelos. Chosica: Ediciones Universidad Nacional de Educación, Serie
La Flor de la Cantuta, 1971.).
El crítico francés Maurice Nadeau, reputado por su olfato literario, le
publicó un poema en su revista Les Lettres Nouvelles. Pero no llegó a
más, que yo sepa. El nombre de Augusto Lunel cayó en el olvido. Decenios
más tarde fue incluido en una antología llamada 10 aves raras de la poesía peruana. Por cierto, el nombre Lunel era una invención; de hecho se apellidaba Gutiérrez (Nota de edición:
al parecer su nombre real era Augusto Sánchez del Ottre o ¿también se
trataba de otro seudónimo?). Sin duda con este seudónimo quería mostrar
que se sentía poeta nocturno, uno de los lunáticos, pese a ser
descendiente del pueblo que se consideraba hijo del sol. La patria quedó
atrás, dentro tenía otra, innombrable pero con mayúscula: «A mi País se
llega dejando todos los caminos».
Un día me confío algunos poemas meticulosamente mecanografiados con
tinta azul, en papel de correo aéreo, que supongo permanecieron
inéditos. Uno de ellos está dedicado a Leonora. ¿La ilustradora de su
libro?
A LEONORA
El castillo donde se unen el cielo y la tierra
abrió sus puertas.
A nado salvo el foso
que las estrellas llenaron durante la noche.
El castillo cambia a cada instante;
y al atardecer se llena de alondras
que hacen durar el día toda la noche.
La luz derrumba el muro;
soy dueño de la torre interminable.
Sé volar a la manera de ese árbol
cuyas hojas devoraron el paisaje
de esa blancura que devora la piel de las mujeres.
Leonora ha creado el mundo;
trae detrás el universo como si fuese sus alas.
El sol está en su casa.
El firmamento corre por las habitaciones como la sangre;
las distancias se desbordan y se meten por las ventanas.
El día suelta un ruiseñor por la claraboya
y se convierte en aquella vaca albísima que alumbra a un aposento
y en ese pájaro cuya sombra
es otro pájaro volando en sentido contrario.
Las velocidades del azul llegan a la blancura.
La lentitud del silencio se convierte en una roca
y es tal la quietud de la flor que da alcance a la flecha.
La nieve arde en ambos polos;
hay un ángel dentro de un huevo;
hay ciertas estaciones cuya fruta primera es el corazón;
hay una mujer volviéndose una lámpara
luminosa al tacto
como una planeta que acaricio en mis rodillas.
La negra música no está del todo perdida;
siempre se puede encender una cabeza;
saltar a las abejas, que traen el día en sus alas;
montar el caballo blanco, cuyo relinche eleva las cordilleras;
o simplemente abrir la caja de caudales de la música.
En el centro del sol
maduran las granadas con que haremos la guerra
y en el centro del planeta
el inmenso diamante que Leonora fabrica.
Fuente: Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid) No. 718, Abr. 2010, p. 107-110.
Lasse Söderberg nació en Estocolmo en 1931. Poeta surrealista,
editor y traductor de diversas lenguas, ha vivido en Malmö donde ha sido
el organizador y director artístico de los Días Internacionales de
Poesía. Ha publicado más de veinte libros de poesía, así como otra buena
cantidad de traducciones y relatos. Sus más recientes libros de poemas
son Stenarna i Jerusalem, 2002 y Breven från Artur, 2007. Recientemente
tradujo al sueco una antología de Gonzalo Rojas; tradujo antes a
Federico García Lorca, Jorge Luis Borges y Octavio Paz, entre otros.
Entre los premios que ha recibido, se encuentran el Bellmanpriset, 1996.
Editor de la revista Tärningskast (Golpe de Dados). (Tomado de Festival
de poesía de Medellín: http://www.festivaldepoesiademedellin.org/es/Revista/ultimas_ediciones/65_66/soderberg.html)
(Fuente: Sol Negro)
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