Transatlántico
Los últimos veinte años fueron buenos para prácticamente todo el mundo, salvo para los muertos. O quizás para ellos también. Quizá el mismísimo Dios Todopoderoso se volvió un poquito burgués, y ahora paga con tarjeta. Porque de lo contrario el transcurso del tiempo no tendría sentido. Es lo que explica los recuerdos y los valores, las deportaciones. Tenemos la esperanza de no haber gastado por completo a nuestra madre, a nuestro padre o a ambos, o a un puñado de amigos, por el hecho de que ya no acosan nuestros sueños. Nuestros sueños, a diferencia de la ciudad, cuantos más años cumplimos se hacen menos populosos. Por eso mismo es que el descanso eterno vuelve imposible toda reflexión. Los últimos veinte años fueron buenos para prácticamente todo el mundo: se convirtieron en la vida eterna para los muertos. Puede cuestionarse su calidad, y no su duración. A los muertos, podría suponerse, no les molestaría para nada quedarse sin hogar, pasar la noche debajo de un portal, o contemplar cómo retorna un submarino grávido a su base de origen, luego de una expedición por todo el mundo sin haber exterminado toda vida de la faz de la Tierra, y sin siquiera una simple bandera para izar.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib
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